Por Vicente Massot y Agustín Monteverde
Cuando a principios del presente año —para ser más preciso, el 3 de febrero— titulé una de nuestras entregas semanales: Kirchner ya perdió, no lo hice a impulsos de alguna suerte de fobia, esgrimida a expensas del santacruceño, ni de uno de esos arranques que, de ordinario,caracterizan a los apostadores compulsivos. No tenía entonces la bola de cristal que me permitiese conocer el futuro ni me había licenciado de adivino. El cálculo era sencillo y estaba al alcance de cualquiera dispuesto a prestarle atención a cuanto había sucedido en los comicios legislativos del 2005. Como cuatro años atrás el oficialismo se hallaba en el apogeo de su poder y la diosa Soja no hacía más que sonreírle a su administración, suponer que ese escenario podía repetirse —tras la derrota frente al campo y la crisis económica mundial— era sencillamente inimaginable.
Por tanto me animé a adelantar “que las elecciones de octubre ya han sido substanciadas y que el resultado general es de todos conocido: perdió el kirchnerismo sin apelación”. Claro que semejante afirmación, hecha ocho meses antes del acto electoral, le pareció a muchos exagerada u osada, cuando no lo era. Si de las 127 bancas en disputa el FPV renovaba 62 en la cámara baja, y de las 24 en el Senado el partido del gobierno debía defender 14, su suerte estaba echada. En ese
momento nadie podía predecir que Kirchner adelantaría los comicios y, mucho menos, que decidiría, él mismo, encabezar la lista de diputados en la decisiva provincia de Buenos Aires. Ni hablar de la orden extendida luego a Daniel Scioli para que lo acompañara ni de las candidaturas testimoniales de los intendentes afines.
Kirchner tenía perdidas las cámaras desde el famoso voto de Julio Cobos en el Senado, de modo tal que, a la luz de lo acontecido el pasado día domingo, la de febrero no fue una predicción perfecta. Sobre todo si se toma en cuenta que se circunscribía a algo obvio: la desaparición de las mayorías en el Congreso nacional y la pobre performance de los candidatos oficialistas en la Capital Federal, Córdoba y Santa Fe.
Lo que nadie estaba en condiciones de imaginar siquiera, era la dimensión de la caída que sufriría el kirchnerismo más allá de lo previsible. Porque fue sepultado en Santa Cruz y tropezó en el plebiscito de la provincia de Buenos Aires que el santacruceño se obstinó en moldear con el propósito de sostener —si ganaba por un voto— que él podía cantar victoria al margen de los resultados del resto del país y de la futura conformación de las cámaras.
Los plebiscitos tienen de riesgoso que siempre lo son a suerte y verdad, a todo o nada, con la particular coincidencia de que, en esta oportunidad, Néstor Kirchner arrastró en su porrazo al gobierno encabezado formalmente por su mujer, a su presunto delfín —el siempre dócil Daniel Scioli, gobernador de Buenos Aires— y al aparato de intendentes justicialistas del conurbano.
Si al finalizar la absurda confrontación con el campo quedó en claro la quiebra definitiva del proyecto hegemónico del santacruceño —que perdió el monopolio de la sucesión— ahora puede decirse, sin hipérbole ninguna, que se acaba de terminar el ciclo político kirchnerista. Para explicarlo con una figura futbolística, es como haber recibido 10 goles en contra, sin convertir ninguno, y, al mismo tiempo, haber descendido de la categoría A a la B.
Es que, bien analizada la situación, Kirchner carece de espacio de maniobra y no tiene geografía de escape. Odiado por sus enemigos; ignorado, a partir de hoy, por quienes debieron tolerar su sectarismo y falta de consideración durante los últimos cinco años; acechado por aquellos que han jurado vengarse de su forma descomedida de ejercer el poder y con una caja semivacía, o se allana a la estrategia de los barones del peronismo o, si escalase en su desesperación, el gobierno de Cristina Fernández terminaría antes de tiempo.
Las rabietas, excentricidades, exabruptos y arrebatos a que tuvo acostumbrado al país, ya no se le tolerarán. Sencillamente porque del poder que reivindicaba con éxito, hasta principios del año pasado, poco y nada conserva: una parte la perdió contra el campo y el resto lo acaba de dilapidar el domingo. ¿Qué le queda? Apenas el hecho de que su mujer es la presidente de la Nación y todavía tiene la facultad de decidir ciertas políticas públicas. En resumidas cuentas: aún ocupan las oficinas gubernamentales, pueden firmar decretos de necesidad y urgencia y manejan el aparato estatal.
En otro país y en circunstancias diferentes ese caudal sería considerable, pero en la
Argentina, donde las instituciones cuentan poco y nada, haber cedido el poder real hacia adentro del peronismo y de puertas afuera del gobierno, puede resultar fatal. Néstor Kirchner, a esta altura del partido, no parece del todo conciente del tembladeral bajo el que se halla parado. Si bien renunció antes de que se lo exigieran a la presidencia del PJ, Cristina Fernández —sobre cuyo papel decorativo no existen dudas— cuando todavía no se habían apagado los ecos de la estruendosa derrota del FPV, le habló al país como si nada hubiera pasado. El solo hecho de
considerar que el resultado de la elección deja a la vista una especie de empate entre distintas fuerzas, es negarse a ver lo que brilla delante de sus ojos. El kirchnerismo no perdió “por poquito” —como sostuvo el santacruceño el lunes a la madrugada— sino que fue arrasado. Cargar contra los periodistas y el campo, nuevamente, y sostener que no hace falta un cambio de gabinete, demuestra a las claras algo ya dicho antes: es difícil que el kirchnerismo se reinvente y, de buenas
a primeras, se convierta en republicano.
Lo que dejó traslucir el discurso de Cristina Kirchner es el verdadero pensamiento de su marido, desafecto a la negociación e incapaz de considerar seriamente la posibilidad de buscar consensos con las demás fuerzas políticas. La consecuencia de una actitud por el estilo, con un cambio tan notorio en la relación de fuerzas después de las elecciones, es el escalamiento del conflicto.
Solo que esta vez el conflicto —que el kirchnerismo, por razones obvias, no puede sortear con éxito— pondría en riesgo una gobernabilidad que los peronistas, pensando en el 2011, desean preservar. El problema es que el santacruceño, en su desmesura, la puede dinamitar sin interesarle las consecuencias. Lo dicho tiene que ver con las candidaturas futuras de Carlos Reutemann y Julio Cobos y los escenarios que pueden derivarse de aquí en más, según como evolucionen los acontecimientos.
El peronismo casi en pleno ha comenzado su peregrinación hacia la nueva meca situada en la localidad de Llambí Campbell, provincia de Santa Fe, donde reside Carlos Reutemann. Su triunfo, aunque exiguo, vale lo mismo que si hubiese resultado abrumador. Vencedor en su distrito, peronista sin tachas, sin responsabilidades de gobierno por los próximos dos años, sin ningún rival de envergadura dentro del movimiento al que pertenece y con la capacidad no sólo de seducir a los propios sino también a un vasto conglomerado de independientes y de votantes del PRO a nivel nacional, la candidatura del ex–corredor de Formula Uno es a prueba de balas. Me
animaría a decir que, con Scioli fuera de juego, ni siquiera necesitará presentarse a internas. Salvo, claro, que para cubrir las apariencias cumpla con esa práctica tan rara en el peronismo.
A Julio Cobos, en la vereda de enfrente, le sucede algo similar. Los veinte puntos que le sacó a Celso Jaque en su Mendoza natal y el traspié directo de Elisa Carrió e indirecto de Hermes Binner, lo convierten al vicepresidente en el candidato excluyente de un espacio político con buenas perspectivas electorales. Es que si el actual gobierno terminase su mandato en el 2011, es probable que el deterioro del kirchnerismo atenuase las chances del justicialismo e incrementase,por lógica consecuencia, las de un opositor como Cobos quien, a pesar de su cargo, no es
considerado por la opinión pública un miembro responsable de la administración en curso y tiene, a su favor, ser el político con mejor imagen del país.
Es cierto que faltan dos años y medio, poco más o menos, para votar al próximo presidente y que, entre nosotros, ese lapso de tiempo representa una eternidad. También es cierto que Néstor y Cristina Kirchner no terminan de leer la realidad como corresponde. Por lo tanto, se abren dos escenarios. El primero caracterizado por una transición difícil, llena de obstáculos, riesgosa sin duda aunque sin catástrofes a la vista. Con un poder tan menguado y una situación económica y social acuciante, el gobierno debería, para terminar su mandato, llegar a diversos acuerdos con las diferentes banderías opositoras. Ello le evitaría al país un nuevo salto al vacío. No hay partido o movimiento político que hoy apueste al enfrentamiento. Los tres grandes ganadores del domingo —Francisco de Narváez, Julio Cobos y Carlos Reutemann— no han hecho más que apelaciones al diálogo. La duda es: ¿cómo reaccionará el kirchnerismo? En términos racionales cualquiera se daría cuenta de que ensayar la misma estrategia confrontativa que tanto éxito tuvo durante el mandato del santacruceño, seria hoy descabellado. Pero inconcebible resultó su embate contra el campo y, más aún, la prolongación de las hostilidades después de haber naufragado la circular 125 en el Senado, no obstante lo cual el kirchnerismo se estrelló contra la realidad y el sentido común, como si no existieran.
Si optase ahora, contra toda lógica, por escalar los conflictos latentes —empezando por el campo— el gobierno transformará en realidad el segundo escenario. Lo único que puede anticiparse del mismo es que la actual administración no lo resistiría y Cristina Fernández debería renunciar antes del 2011. Entre el estallido de la crisis —terminal para el kirchnerismo— y su salida anticipada de la Casa Rosada, cualquier cosa podría suceder.
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